EVAN JOEL VISTO POR SU ABUELO – Crónica – noviembre 2020
Yo iba a cumplir cinco años cuando mi abuelo Osvaldo vino de New Jersey a visitarme a Puerto Rico y me trajo El Cubo de Rubik.
Después de la obligatoria prisa con la que yo desbaraté el orden de sus colores, mi abuelo trató de enseñarme a re-ordenarlo, pero yo no le preste mucha atención, y casi sin estrenar, el cubo paso de novedad a antigüedad y quedó olvidado en algún rincón de la casa.
Aunque mi abuelo se resignó a mi promesa de que yo volvería, durante los siete días que duraría su visita, a tratar de aprender a cuadrar los colores del cubo, creo que él se equivocó al pensar que a mi corta edad yo tendría más interés en ejercitar la mente que el cuerpo, pues de otro modo mejor me hubiera traído una patineta. Se me ocurre pensar en una patineta, pues estas estaban de moda en aquella época y yo las veía por todas partes en El Viejo San Juan, en donde yo vivía con mis padres.
Claro que yo ya tenía una patineta, olvidada también en algún rincón de la casa, que mi abuelo me había regalado en su última visita a Puerto Rico un año antes. Aquel encuentro, y este último, eran dos de las tan solo cuatro veces que hasta ahora yo había compartido con mi abuelo, pero la verdad es que no tengo casi ningún recuerdo de ninguna de ellas. Yo había ido con mi mamá en la primavera del 2017, cuando solo tenía año y medio de edad, a visitarlo a New Jersey para que el me conociera; y también con ella fui a Orlando, Florida a pasar vacaciones con él al final del verano del 2018 cuando ya tenía cerca de tres años.
Por los días de este último encuentro, mi vida transcurría despreocupada entre la Calle Sol y la Calle del Cristo. En la Calle Sol quedaba la casa de nuestra familia que además de mis papás y yo, se completaba con una perra llamada Sophie y un perro llamado Lobo; y en la Calle del Cristo, al final de la calle, justo la última puerta a la derecha antes de la capilla, mis papás tenían un restaurante – repostería al que yo constantemente los oía referirse como “el negocio”. Allí, ellos les ofrecían a los turistas platos deliciosos que papá Luis ideaba utilizando productos frescos traídos principalmente de la finca que sus papás tenían en Juncos, y también allí mi mamá instaló una repostería Keto, de tortas, galletas, muffins, brownies y bagels sin azúcar regular y bajos en carbohidratos, con la que ella se había reinventado desde meses antes, durante la cuarentena obligatoria debido a la pandemia del Covid 19. Puerto Rico, al igual que el resto del mundo, olía a preocupación con el uso de tapabocas, termómetros para tomarse la temperatura, y desinfectante para manos que eran obligatorios para entrar a cualquier parte. Era la semana previa al Thanksgiving del 2020, pero mi abuelo prefería usar una palabra que en aquel entonces yo todavía no conocía, otoño.
Tener a mi abuelo de visita significó siete días de ambiente “amplificado” de vacaciones. Aunque ya de por sí, vivir en medio del turismo que constantemente visita El Viejo San Juan significaba disfrutar de una atmósfera festiva todas las horas del día, todos los días de la semana; mi mamá había además conseguido un permiso para posponer las clases virtuales que yo atendía desde el negocio de mis padres a través de un laptop, y que habían reemplazado mis clases presenciales en el preescolar al que yo asistía en el Colegio Católico Notre Dame. Fueron días de pasear, tomado de la mano de mi abuelo, por muchos sitios del viejo San Juan, El Condado, Isla Verde, Miramar y del interior de la isla, y de compartir también con el abuelo Luis Sr., la abuela Magali, la tía Leeann y su esposo Miguel. Yo era un niño feliz, y esos fueron días felices vividos en un entorno saturado de la belleza de la isla de Puerto Rico (donde yo nací el 6 de diciembre de 2015) y del inmenso amor con que todos a mi alrededor me arropaban, aunque yo, por ser todavía muy pequeño, no era totalmente consciente de esa realidad. De cualquier modo, esto era tan evidente que mi abuelo se atrevió a hacer un par de comentarios al respecto.
Algo también totalmente nuevo para mí fue enterarme de que algún día yo sería escritor. Ese fue el vaticinio que mi abuelo me hizo en una de las primeras cosas que le oí decirme durante su visita. En ese momento su premonición incluyó anunciarme a manera de sugerencia cuál sería la primera frase de este libro, la cual yo memoricé y le repetí para aceptar su apuesta por mi futuro, pero la realidad fue que, de un modo sutil, mi abuelo me impuso el reto de escribir al hacerme prometer antes de irse de regreso a New Jersey que, si él me regalaba la crónica de su visita, algún día yo extendería sus líneas hasta completar un libro.
Mi abuelo cumplió su promesa y tres semanas después de haberse ido de regreso a New Jersey le envió a mi mamá por email la crónica de su visita, la cual termina en este párrafo con la siguiente frase: “Bueno Evan Joel, ahora cumple tu promesa y siéntate a escribir”.
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